jueves, 23 de febrero de 2017

La cena está lista



Fotografía: ©Rafael Ortiz Ornelas.

Es jueves por la tarde y llueve, en lo que parece un trayecto familiar cualquiera antes de la cena. Mi iPod arroja Supper’s Ready, de Génesis, a través de las bocinas del estéreo. Sin preludio, a la voz de Peter Gabriel se le unen los coros de Phill Collins, al mismo tiempo que Hacket, Banks y Rutherford arpegian guitarras de doce cuerdas. Pienso que quizá se trate del único momento sublime que tendré en el día, que ha sido funesto. Me viene a la mente la historia de la canción, algo en los terrenos de lo tenebroso que leí una vez en la biblia Wikipedia: Peter Gabriel, su novia Jill, y John, un amigo de ambos, se encuentran en casa de los padres de ella; debaten argumentos filosóficos en una habitación fría, pintarrajeada de púrpura y negro. De pronto la atmósfera se enrarece, la temperatura desciende todavía más, las ventanas se abren con un golpe del viento. Peter mira hacia afuera y observa a seis hombres vestidos con túnicas blancas atravesando el jardín en procesión, mientras Jill entra en una especie de trance. John y Peter ven su propia cara en la cara del otro, Jill se mueve bruscamente como un animal salvaje, uniendo esfuerzos apenas logran sujetarla. Esta experiencia sobrenatural empuja a Peter Gabriel a escribir una canción acerca de la lucha entre el bien y el mal.

La piel de mis brazos se eriza cuando la intensidad de la canción aumenta. Proyecto que llegaremos a casa justo cuando ésta termine. Sí, los próximos veintitrés minutos olvidaré mi condición humana, dejaré que la emoción me arrastre cual hojarasca y me azote contra todas las notas. Algo pasa. Bajo el volumen y lo que escucho es un llanto desconsolado. En el asiento trasero del vehículo, mi hija Fátima, de cinco años, hace llorar a Ivanna, de nueve. Le pica las costillas a su hermana con un arpón de plástico, bolo de alguna fiesta infantil. No contenta con eso además la arremeda, le hace muecas siniestras con la lengua de fuera. En el asiento del copiloto, mi mujer se frota los ojos, deja caer la nuca con fuerza en la cabecera, lo que quiere decir: no me importa nada de lo que pase allá atrás. No tengo alternativa, tomo cartas en el asunto.

            ¡Fátima! Deja de moler a tu hermana.

            Ay, papi...es que no puedo estar sin divertirme dice la cínica cincoañera haciendo un puchero que casi me convence de decirle: tienes razón, síguele, te faltó jalarle el pelo.

Así vamos por la vida: fatimeando a quien se deje. Pero un día nos topamos con una Ivanna que casi nos dobla la edad, la estatura y la fuerza; que se harta de las burlas y nos da con el puño cerrado en la coronilla, hecho que a continuación sucede, con el consiguiente llanto estrepitoso de la contusa que a su vez desencadena un tercero: el de Valeria, de un año, sin mención hasta este punto; dormía a pierna suelta y ha sido despertada por el desaguisado. La bebé lo toma como una verdadera afrenta, así lo demuestran sus alaridos. En medio de la catarsis completa no defino si debo de continuar reflexionando sobre esta obra maestra de Génesis o sobre el bullying fraterno. Opto primero por calmar los ánimos, bastante caldeados.

            Fátima, me parece perfecto que te diviertas, pero no que lo hagas a costa de los demás. Y tú, Ivanna, no está bien contestar una burla con un catorrazo les digo con tono aleccionador. Valeria, no llores, ya casi llegamos miento.

Recuerdo entonces que tenía la edad de mi hija mayor cuando conocí a Génesis, por ahí del 86. Chavo, mi hermano, subió corriendo las escaleras con un disco nuevo, Invisible Touch, de portada blanca estampada con una mano izquierda color naranja, sobrepuesta a un hipnótico cuadro de franjas verdes. Abrió cuidadosamente el celofán con una cuchilla parecida a un bisturí. De las entrañas del cartón extrajo el "comal” y lo puso a girar en su tornamesa Fisher. La aguja tomó el surco sin trazas del molesto scratch. Acostados en las camas de su cuarto cerramos la puerta y los ojos y no volvimos a abrirlos hasta el final del álbum. Me incorporé satisfecho sin advertir en ese momento que el pop acababa de darle una histórica puñalada trapera al rock progresivo. Y sin imaginar que mi principio de este Génesis se acercaba más al Apocalipsis de la célebre banda inglesa.

            Es por tu culpa. Por culpa de esa música. ¡Las altera! Sentencia gritando mi esposa. Acto seguido aborta el iPod y lo cambia por la radio con un certero botonazo; una estación que transmite un repertorio interpretado por lechuzas, ranas y jilgueros, como para escuchar en la agonía adentro de un temazcal.

            Esto, esta tarde, este trayecto es la verdadera lucha entre el bien y el mal, pienso, mientras me trago el remordimiento de haberles metido el chamuco a mis hijas a punta de cambios de tiempos, órganos y melotrones. Pienso, también, en lo largo que será el camino a casa sin Gabriel, Collins y compañía.

jueves, 16 de febrero de 2017

El lúpulo de las balas

Fotografía:   © Rafael Ortiz Ornelas.
Desde hace tiempo acostumbro
cruzar la calle con la mirada,
acaricio un sendero con los ojos,
me visto con el paisaje
se confunde mi estela
con el tapete de hojas secas:
el floral señuelo,
el verde escándalo extinto.

Se escuchan voces,
buscan golpear pilares,
voces cortas sin idea detrás,
ni pie delante,
voces enanas, casi voces
se escurren por la alcantarilla
los ruidosos intentos
de derrumbe.

A mi lado luces,
no luminarias
ni antorchas de antiguas glorias
caídas en desgracia.
Abajo fuego,
fundiendo un silencio de hielo,
vaivén de una barca
en el charco que dejó mi sombra.

Desde entonces no recuerdo
los ensayos,
el tremendo esfuerzo
en caer con el pie derecho.
No me sabe una noche
con la luna en las rocas,
no detecta mi lengua
el lúpulo de las balas.


miércoles, 8 de febrero de 2017

Heno de Pravia

Fotografía: ©Rafael Ortiz Ornelas


Seguro te ha pasado. Semidormido, abres la llave del agua que, fría, poco a poco se templa. Entras en la regadera y aquella sucesión de gotas rápidas forma líneas líquidas, chorros que se impactan con una confortable fuerza sobre tu espalda, sobre tus hombros. El agua vence sin dificultad la resistencia del pelo, tu peinado cambia ese aspecto de nido abandonado para parecer ahora...un nido abandonado y húmedo. Sigues sin abrir los ojos. A tientas buscas el jabón, ese callado guerrero comisionado a retirar las costras de mugre, eliminar el rancio olor de tus coyunturas, desterrar el sebo viejo aferrado a los poros de tu cara. Recorres con las yemas de tus dedos la jabonera, en vano. Abres los ojos por primera vez en el día para darte cuenta de que la olorosa pastilla de jabón brilla por su ausencia. Los abres más y en una esquina de la ducha descubres una pequeña teja blanca, diminuta, que se divide en dos fragmentos cuando quieres capturarla. Una parte es arrastrada por la corriente, se escabulle entre las rejillas del caño. La otra, tan blanda, se deshace y se incrusta sin remedio debajo de tus uñas.
            El pavor que produce este episodio del regaderazo sin jabón me asalta a veces, cuando pienso en el mundo donde nos tocó vivir. O mejor dicho, en la época en que nos tocó convivir, a ti y a mí, con este planeta. ¿Qué les quedará a los hijos de nuestros nietos? ¿Un desierto agonizante? Todo está tan al alcance… ¿Llegará el día, como en la regadera, en que estiremos el brazo y no encontremos nada? ¿Por qué nunca echamos de más los recursos hasta que los echamos de menos? Siento esta frustración del paraíso perdido, de llegar a un territorio que ha opacado buena parte de su fulgor y dilapidado todos sus recursos naturales. Ese sabor amargo de estar en la fiesta, bailando el vals tú solo, cuando sabes que la quinceañera acaba de romperse la quinta vértebra.
Según National Geographic, los bosques todavía cubren un treinta por ciento de la superficie de la tierra. Sin embargo, cada año se pierden franjas de la magnitud de Panamá. En México, cada doce meses desaparecen quinientas mil hectáreas, revela el Instituto de Geografía de la UNAM. Al ritmo que llevamos, en un siglo no habrá más bosques pluviales ni selvas tropicales en el mundo.
            Pese a todo, organizaciones tan poco optimistas como Greenpeace creen que todavía estamos a tiempo de frenar la situación. Yo me convencí de ello después de ver “La sal de la tierra”, extraordinario documental dirigido por Wim Wenders que trata sobre la vida y obra del fotógrafo, no menos extraordinario, Sebastião Salgado. Sin ser precisamente el núcleo de la historia, la parte final aborda la reforestación de una gran extensión de tierra depredada: el rancho de Aimorés, propiedad de los Salgado en la selva atlántica brasileña. La deforestación provocada por su propia familia en aras de introducir ganado y otros cultivos comerciales erosionó tanto la tierra que hasta los pastos se negaron a seguir creciendo en ella. Sebastião y su esposa emprendieron la titánica labor de recuperar el suelo y devolver las áreas verdes mediante la plantación de un millón de árboles. Esto, con el simple propósito de demostrarle al mundo que no todo está perdido. Que el gran daño que le hemos provocado a la Madre Tierra es y sigue siendo reversible. Pues bien, en diez años lograron reinsertar cien de las cuatrocientas especies nativas predominantes en la selva. Al final excedieron la meta: no fue un millón de árboles, sino dos millones y medio los que fueron plantados por la familia Salgado.
            Después del rescate de algunos átomos de jabón secuestrado debajo de tus uñas, y de la infructuosa fabricación de un par de burbujas detergentes, escuchas pasos, apenas los ecos lejanos de unas suelas indiferentes a tu drama. Gritas con todas tus fuerzas al propietario de esas chanclas hasta que sientes que las anginas te duelen y los pasos por fin se acercan. Escuchas, incluso, el batir de alas del ángel que se aproxima al socorro. Una mano se asoma por encima de tu cabeza, una mano prodigiosa que quieres besar pasa por arriba del cancel sosteniendo un jabón nuevo. Bendices incontables ocasiones, ríes aliviado. Quitas con los dientes el empaque y la hermosa pieza rectangular de bordes romos se vuelve frescura, se vuelve verdor, enredadera; un campo de heno recién cortado en los montes de la Villa de Pravia. Es cierto: no todo está perdido. El fragante producto de la saponificación se desliza por lo ancho de tus carnes, como la lluvia por el tallo agradecido de una palmera, al sur de Bahía.