Fotografía: ©Rafael Ortiz Ornelas. |
Es jueves por la tarde y llueve, en lo que parece
un trayecto familiar cualquiera antes de la cena. Mi iPod arroja Supper’s Ready,
de Génesis, a través de las bocinas del estéreo. Sin preludio, a la voz de
Peter Gabriel se le unen los coros de Phill Collins, al mismo tiempo que Hacket,
Banks y Rutherford arpegian guitarras de doce cuerdas. Pienso que quizá se
trate del único momento sublime que tendré en el día, que ha sido funesto. Me
viene a la mente la historia de la canción, algo en los terrenos de lo
tenebroso que leí una vez en la biblia Wikipedia: Peter Gabriel, su novia Jill,
y John, un amigo de ambos, se encuentran en casa de los padres de ella; debaten
argumentos filosóficos en una habitación fría, pintarrajeada de púrpura y negro.
De pronto la atmósfera se enrarece, la temperatura desciende todavía más, las
ventanas se abren con un golpe del viento. Peter mira hacia afuera y observa a
seis hombres vestidos con túnicas blancas atravesando el jardín en procesión,
mientras Jill entra en una especie de trance. John y Peter ven su propia cara
en la cara del otro, Jill se mueve bruscamente como un animal salvaje, uniendo
esfuerzos apenas logran sujetarla. Esta experiencia sobrenatural empuja a Peter
Gabriel a escribir una canción acerca de la lucha entre el bien y el mal.
La piel de mis brazos se eriza
cuando la intensidad de la canción aumenta. Proyecto que llegaremos a casa
justo cuando ésta termine. Sí, los próximos veintitrés minutos olvidaré mi
condición humana, dejaré que la emoción me arrastre cual hojarasca y me azote
contra todas las notas. Algo pasa. Bajo el volumen y lo que escucho es un
llanto desconsolado. En el asiento trasero del vehículo, mi hija Fátima, de
cinco años, hace llorar a Ivanna, de nueve. Le pica las costillas a su hermana con
un arpón de plástico, bolo de alguna fiesta infantil. No contenta con eso además
la arremeda, le hace muecas siniestras con la lengua de fuera. En el asiento
del copiloto, mi mujer se frota los ojos, deja caer la nuca con fuerza en la
cabecera, lo que quiere decir: no me
importa nada de lo que pase allá atrás. No tengo alternativa, tomo cartas
en el asunto.
―¡Fátima!
Deja de moler a tu hermana.
―Ay,
papi...es que no puedo estar sin divertirme ―dice la
cínica cincoañera haciendo un puchero que casi me convence de decirle: tienes
razón, síguele, te faltó jalarle el pelo.
Así vamos por la vida: fatimeando a quien se deje. Pero un día
nos topamos con una Ivanna que casi nos dobla la edad, la estatura y la fuerza;
que se harta de las burlas y nos da con el puño cerrado en la coronilla, hecho que
a continuación sucede, con el consiguiente llanto estrepitoso de la contusa que
a su vez desencadena un tercero: el de Valeria, de un año, sin mención hasta
este punto; dormía a pierna suelta y ha sido despertada por el desaguisado. La
bebé lo toma como una verdadera afrenta, así lo demuestran sus alaridos. En
medio de la catarsis completa no defino si debo de continuar reflexionando
sobre esta obra maestra de Génesis o sobre el bullying fraterno. Opto primero por calmar los ánimos, bastante
caldeados.
―Fátima,
me parece perfecto que te diviertas, pero no que lo hagas a costa de los demás.
Y tú, Ivanna, no está bien contestar una burla con un catorrazo ―les digo
con tono aleccionador―. Valeria, no llores, ya casi
llegamos ―miento.
Recuerdo entonces que tenía la
edad de mi hija mayor cuando conocí a Génesis, por ahí del 86. Chavo, mi
hermano, subió corriendo las escaleras con un disco nuevo, Invisible Touch, de portada blanca estampada con una mano izquierda
color naranja, sobrepuesta a un hipnótico cuadro de franjas verdes. Abrió
cuidadosamente el celofán con una cuchilla parecida a un bisturí. De las
entrañas del cartón extrajo el "comal” y lo puso a girar en su tornamesa
Fisher. La aguja tomó el surco sin trazas del molesto scratch. Acostados en las camas de su cuarto cerramos la puerta y los
ojos y no volvimos a abrirlos hasta el final del álbum. Me incorporé satisfecho
sin advertir en ese momento que el pop acababa de darle una histórica puñalada
trapera al rock progresivo. Y sin imaginar que mi principio de este Génesis se
acercaba más al Apocalipsis de la célebre banda inglesa.
―Es por tu
culpa. Por culpa de esa música. ¡Las
altera! ―Sentencia
gritando mi esposa. Acto seguido aborta el iPod
y lo cambia por la radio con un certero botonazo; una estación que transmite un
repertorio interpretado por lechuzas, ranas y jilgueros, como para escuchar en la
agonía adentro de un temazcal.
Esto,
esta tarde, este trayecto es la verdadera lucha entre el bien y el mal, pienso,
mientras me trago el remordimiento de haberles metido el chamuco a mis hijas a
punta de cambios de tiempos, órganos y melotrones. Pienso, también, en lo largo
que será el camino a casa sin Gabriel, Collins y compañía.