jueves, 16 de marzo de 2017

Maxwell (cuento)



Nunca he sido supersticioso. Por Dios que no reparaba en los martes trece, ni me cuidaba de caminar a través de una escalera abierta. Pero hará dos o tres meses que un gato comenzó a perseguirme. Un gato negro, a veces con los ojos amarillos, otras azules. Se me cruzó cuando salía por la puerta de mi casa y creo que ahí quedé maldito. Me lo encontraba a todas horas, al salir rumbo al trabajo, caminando sobre las tejas de barro, merodeando en el jardín. Me acosaba, me espiaba con esos faros de sol y de luna que tenía en la frente.
©Rafael Ortiz Ornelas. Pastel sobre papel.

     Lo peor era su pelo, esa estopa asquerosa que se aglutinaba en mi garganta. También el horrendo aroma a amoniaco que taponeaba mi nariz y me dejaba inconsciente, sin oxígeno. Compré provisiones para un largo tiempo, renuncié a la oficina donde trabajaba, dejé de salir a la calle, tapié las ventanas y los barrotes del cancel para cerrarle el paso. Cualquier precaución fue en vano. Quizá ese demonio entró por debajo de la puerta, casi puedo asegurarlo. Una noche me despertó el ruido de su columna quebrándose para hacerse elástico, para penetrar por la rendija donde apenas cabría un sobre. La mañana siguiente se instaló debajo de mi cama y ya no pude moverme. Sentí sus uñas desgastando primero la tela, luego el capitonado, después los resortes de acero y finalmente mi espalda, arañando mi columna entre un par de tablas de la base de la cama. Lo sentí rasgar día y noche mi espinazo como quien toca un arpa con música de muerte. Ir al baño hubiera sido temerario. Preferí dejar que mis orines permearan colchón abajo, que lo salpicaran... ¿no es cierto que le tienen miedo al agua? Lo oriné hasta que se ahogó, hasta que el cuarto se inundó y una ola amarilla nos arrastró a los dos. 
     Por esos días fue que llegó mi hermana, no sé cómo me encontró, quién sabe cuántos años tenía sin verla. No sé para qué vino, nada más verme se echó a llorar, no ha parado desde entonces. Llegó y dejó la puerta abierta, la muy estúpida. Atrás de ella se colaron esos intrusos que me sujetaron, me amarraron, me inyectaron este sopor amargo que me roba los recuerdos. No todos: yo pequeñito con pantalones cortos, el cabello casi a rapa, los zapatos enlodados, uno de mis tirantes rotos. Empaño con la respiración una vitrina de la tienda de mascotas; al otro lado se lame las patas un gatito siamés, hace cabriolas, despedaza un periódico, deforma gracioso su nariz contra el cristal seboso. Mi mamá dice no, hijo, ni se te ocurra, tu padre te mata y a mí también. Nos vamos, sin embargo regreso a la tienda la tarde siguiente con todos mis ahorros y unos billetes más que le robé a ella de su monedero. Por la noche mi papá llega borracho a la casa, lo de siempre. Escondo a Maxwell, como he bautizado al minino, que huele mi miedo y maúlla cantando su sentencia. Mi papá lo saca de la caja de zapatos, su guarida, lo aprieta del pescuezo. ¿No te he dicho, condenado muchacho, que aborrezco a estos animales? Y al decir esto se lo arroja a mamá en la cara, la pobre ha entrado al cuarto a defenderme. Maxwell encaja sus uñas tratando de aferrarse a algo; a la piel de mi madre que se deshace entre chorreras de sangre. Enseguida mi padre descarga sus pies y sus puños contra mí. Cuando me quedo sin lágrimas y él sin aliento, toma su sombrero, se va, jamás vuelvo a verlo. Mamá se queda ausente, se queda sola, y su rostro desfigurado no deja un solo día de reprochármelo.
     No creo que Maxwell se haya ahogado con mi orina. Aunque sí debió ahogarse, fue una gran ola amarilla. Tal vez solamente gastó una de sus múltiples vidas. En esta nueva, Maxwell no es siamés ni tampoco tiene ya el atemorizante color negro. Es blanco, de pelo muy corto, tan blanco que duele mirarlo por mucho tiempo. Se la pasa echado sobre mi cama, encima de mis pies. Me quita el frío, me arrulla con sus ronroneos, se compadece de esta miseria con sus ojos ahora verdes. Con movimientos lentos, apenas perceptibles, hace que mis horas parezcan rápidas, al menos las siento moverse, arrastrando los minutos un poco hacia adelante. Desde que llegó mi hermana con esos hombres mis días se habían detenido por completo. Ya he dicho que nunca he sido supersticioso, pero debe ser un buen augurio el regreso de Maxwell.  

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