Fotografía: ©Rafael Ortiz Ornelas |
Seguro te ha pasado. Semidormido, abres
la llave del agua que, fría, poco a poco se templa. Entras en la regadera y
aquella sucesión de gotas rápidas forma líneas líquidas, chorros que se impactan
con una confortable fuerza sobre tu espalda, sobre tus hombros. El agua vence
sin dificultad la resistencia del pelo, tu peinado cambia ese aspecto de nido abandonado
para parecer ahora...un nido abandonado y húmedo. Sigues sin abrir los ojos. A
tientas buscas el jabón, ese callado guerrero comisionado a retirar las costras
de mugre, eliminar el rancio olor de tus coyunturas, desterrar el sebo viejo
aferrado a los poros de tu cara. Recorres con las yemas de tus dedos la
jabonera, en vano. Abres los ojos por primera vez en el día para darte cuenta
de que la olorosa pastilla de jabón brilla por su ausencia. Los abres más y en
una esquina de la ducha descubres una pequeña teja blanca, diminuta, que se divide
en dos fragmentos cuando quieres capturarla. Una parte es arrastrada por la
corriente, se escabulle entre las rejillas del caño. La otra, tan blanda, se deshace
y se incrusta sin remedio debajo de tus uñas.
El
pavor que produce este episodio del regaderazo sin jabón me asalta a veces, cuando
pienso en el mundo donde nos tocó vivir. O mejor dicho, en la época en que nos
tocó convivir, a ti y a mí, con este planeta. ¿Qué les quedará a los hijos de
nuestros nietos? ¿Un desierto agonizante? Todo está tan al alcance… ¿Llegará el
día, como en la regadera, en que estiremos el brazo y no encontremos nada? ¿Por
qué nunca echamos de más los recursos
hasta que los echamos de menos? Siento esta frustración del paraíso perdido, de
llegar a un territorio que ha opacado buena parte de su fulgor y dilapidado
todos sus recursos naturales. Ese sabor amargo de estar en la fiesta, bailando
el vals tú solo, cuando sabes que la quinceañera acaba de romperse la quinta
vértebra.
Según National
Geographic, los bosques todavía cubren un treinta por ciento de la superficie
de la tierra. Sin embargo, cada año se pierden franjas de la magnitud de
Panamá. En México, cada doce meses desaparecen quinientas mil hectáreas, revela
el Instituto de Geografía de la UNAM. Al ritmo que llevamos, en un siglo no
habrá más bosques pluviales ni selvas tropicales en el mundo.
Pese
a todo, organizaciones tan poco optimistas como Greenpeace creen que todavía
estamos a tiempo de frenar la situación. Yo me convencí de ello después de ver
“La sal de la tierra”, extraordinario documental dirigido por Wim Wenders que
trata sobre la vida y obra del fotógrafo, no menos extraordinario, Sebastião
Salgado. Sin ser precisamente el núcleo de la historia, la parte final aborda
la reforestación de una gran extensión de tierra depredada: el rancho de
Aimorés, propiedad de los Salgado en la selva atlántica brasileña. La
deforestación provocada por su propia familia en aras de introducir ganado y
otros cultivos comerciales erosionó tanto la tierra que hasta los pastos se
negaron a seguir creciendo en ella. Sebastião y su esposa emprendieron la
titánica labor de recuperar el suelo y devolver las áreas verdes mediante la
plantación de un millón de árboles. Esto, con el simple propósito de
demostrarle al mundo que no todo está perdido. Que el gran daño que le hemos
provocado a la Madre Tierra es y sigue siendo reversible. Pues bien, en diez
años lograron reinsertar cien de las cuatrocientas especies nativas predominantes
en la selva. Al final excedieron la meta: no fue un millón de árboles, sino dos
millones y medio los que fueron plantados por la familia Salgado.
Después
del rescate de algunos átomos de jabón secuestrado debajo de tus uñas, y de la
infructuosa fabricación de un par de burbujas detergentes, escuchas pasos,
apenas los ecos lejanos de unas suelas indiferentes a tu drama. Gritas con
todas tus fuerzas al propietario de esas chanclas hasta que sientes que las
anginas te duelen y los pasos por fin se acercan. Escuchas, incluso, el batir
de alas del ángel que se aproxima al socorro. Una mano se asoma por encima de
tu cabeza, una mano prodigiosa que quieres besar pasa por arriba del cancel sosteniendo
un jabón nuevo. Bendices incontables ocasiones, ríes aliviado. Quitas con los
dientes el empaque y la hermosa pieza rectangular de bordes romos se vuelve
frescura, se vuelve verdor, enredadera; un campo de heno recién cortado en los
montes de la Villa de Pravia. Es cierto: no todo está perdido. El fragante producto
de la saponificación se desliza por lo ancho de tus carnes, como la lluvia por
el tallo agradecido de una palmera, al sur de Bahía.
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