miércoles, 8 de febrero de 2017

Heno de Pravia

Fotografía: ©Rafael Ortiz Ornelas


Seguro te ha pasado. Semidormido, abres la llave del agua que, fría, poco a poco se templa. Entras en la regadera y aquella sucesión de gotas rápidas forma líneas líquidas, chorros que se impactan con una confortable fuerza sobre tu espalda, sobre tus hombros. El agua vence sin dificultad la resistencia del pelo, tu peinado cambia ese aspecto de nido abandonado para parecer ahora...un nido abandonado y húmedo. Sigues sin abrir los ojos. A tientas buscas el jabón, ese callado guerrero comisionado a retirar las costras de mugre, eliminar el rancio olor de tus coyunturas, desterrar el sebo viejo aferrado a los poros de tu cara. Recorres con las yemas de tus dedos la jabonera, en vano. Abres los ojos por primera vez en el día para darte cuenta de que la olorosa pastilla de jabón brilla por su ausencia. Los abres más y en una esquina de la ducha descubres una pequeña teja blanca, diminuta, que se divide en dos fragmentos cuando quieres capturarla. Una parte es arrastrada por la corriente, se escabulle entre las rejillas del caño. La otra, tan blanda, se deshace y se incrusta sin remedio debajo de tus uñas.
            El pavor que produce este episodio del regaderazo sin jabón me asalta a veces, cuando pienso en el mundo donde nos tocó vivir. O mejor dicho, en la época en que nos tocó convivir, a ti y a mí, con este planeta. ¿Qué les quedará a los hijos de nuestros nietos? ¿Un desierto agonizante? Todo está tan al alcance… ¿Llegará el día, como en la regadera, en que estiremos el brazo y no encontremos nada? ¿Por qué nunca echamos de más los recursos hasta que los echamos de menos? Siento esta frustración del paraíso perdido, de llegar a un territorio que ha opacado buena parte de su fulgor y dilapidado todos sus recursos naturales. Ese sabor amargo de estar en la fiesta, bailando el vals tú solo, cuando sabes que la quinceañera acaba de romperse la quinta vértebra.
Según National Geographic, los bosques todavía cubren un treinta por ciento de la superficie de la tierra. Sin embargo, cada año se pierden franjas de la magnitud de Panamá. En México, cada doce meses desaparecen quinientas mil hectáreas, revela el Instituto de Geografía de la UNAM. Al ritmo que llevamos, en un siglo no habrá más bosques pluviales ni selvas tropicales en el mundo.
            Pese a todo, organizaciones tan poco optimistas como Greenpeace creen que todavía estamos a tiempo de frenar la situación. Yo me convencí de ello después de ver “La sal de la tierra”, extraordinario documental dirigido por Wim Wenders que trata sobre la vida y obra del fotógrafo, no menos extraordinario, Sebastião Salgado. Sin ser precisamente el núcleo de la historia, la parte final aborda la reforestación de una gran extensión de tierra depredada: el rancho de Aimorés, propiedad de los Salgado en la selva atlántica brasileña. La deforestación provocada por su propia familia en aras de introducir ganado y otros cultivos comerciales erosionó tanto la tierra que hasta los pastos se negaron a seguir creciendo en ella. Sebastião y su esposa emprendieron la titánica labor de recuperar el suelo y devolver las áreas verdes mediante la plantación de un millón de árboles. Esto, con el simple propósito de demostrarle al mundo que no todo está perdido. Que el gran daño que le hemos provocado a la Madre Tierra es y sigue siendo reversible. Pues bien, en diez años lograron reinsertar cien de las cuatrocientas especies nativas predominantes en la selva. Al final excedieron la meta: no fue un millón de árboles, sino dos millones y medio los que fueron plantados por la familia Salgado.
            Después del rescate de algunos átomos de jabón secuestrado debajo de tus uñas, y de la infructuosa fabricación de un par de burbujas detergentes, escuchas pasos, apenas los ecos lejanos de unas suelas indiferentes a tu drama. Gritas con todas tus fuerzas al propietario de esas chanclas hasta que sientes que las anginas te duelen y los pasos por fin se acercan. Escuchas, incluso, el batir de alas del ángel que se aproxima al socorro. Una mano se asoma por encima de tu cabeza, una mano prodigiosa que quieres besar pasa por arriba del cancel sosteniendo un jabón nuevo. Bendices incontables ocasiones, ríes aliviado. Quitas con los dientes el empaque y la hermosa pieza rectangular de bordes romos se vuelve frescura, se vuelve verdor, enredadera; un campo de heno recién cortado en los montes de la Villa de Pravia. Es cierto: no todo está perdido. El fragante producto de la saponificación se desliza por lo ancho de tus carnes, como la lluvia por el tallo agradecido de una palmera, al sur de Bahía.  

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