viernes, 3 de febrero de 2017

Detrás del cristal (cuento)




Hay mujeres que se pasan la vida buscando a su doble, su otro yo, su imagen en el espejo. Mujeres que desprecian el paisaje que acomete por la ventanilla del tren escudriñando las caras de los pasajeros, tratando de encontrarse. Yo era una de esas mujeres. Nunca tuve bien clara esa extraña fijación. Simplemente lo necesitaba. Creía que si conocía a mi doble obtendría esa dosis extra de seguridad que tanto me hacía falta. Toda la vida me había sentido media persona. Medio buena gente, medio cabrona también.
Convencida de que en mi país no se hallaba mi otra yo, invertí todos mis ahorros en aquel viaje de descubrimiento por el mundo. Como tengo los ojos un poco jalados recorrí primero el oriente: Japón, China, Corea... La búsqueda fue infructuosa. Lo que constaté es que allá la tienen muy fácil para dar con su doble; cualquiera puede serlo, todos son iguales. Esto me llevó a las siguientes preguntas: ¿estaba buscando a alguien físicamente igual a mí? O ¿estaba buscando a alguien que fuera como yo? No lo sabía.
De ahí brinqué a Europa. Dos de mis amigas se ofrecieron a acompañarme a esa parte del viaje. Una de ellas había dejado un amor en Florencia, la otra quería comprar bolsas de diseñador en París. Con todo el tacto del mundo les dije que su inútil y frívola presencia arruinaría por completo mi viaje (ya he dicho que soy medio cabrona). Aterricé en Madrid, atravesé toda España, recorrí Francia, me interné en Italia sin éxito. En Roma lo que obtuve fue un hongo en la planta del pie, seguramente en aquel hotelucho de media estrella. Pasé por Alemania hasta que llegué a Holanda. Ámsterdam era el final del viaje, la sensación de haber perdido tanto tiempo y dinero me angustiaba. Pronto regresaría al maldito trabajo. La rutina, fiel compañera, me daría su abrazo nuevamente. Llegué a la estación central, fui al hotel, me registré, dejé el equipaje y caminé por diez minutos siguiendo los canales. Unas luces rojas llamaron mi atención: había llegado al mundialmente famoso red light district, donde mujeres de poca ropa ofrecen su cuerpo en erótico alquiler como muñecas de aparador. Recorrí las ventanas rojas con franca curiosidad. En una de las últimas vi a una mujer idéntica a mí. Del otro lado del cristal ella también me observaba, hacía señas con las que llamaba mi atención. Era ella, mi duplicado. Estaba en ropa interior, nunca había visto un brassiere y unas pantaletas tan lindas. Me aproximé, la puerta se abrió, su mano me invitó a pasar. Entré sentándome en la cama mientras ella cerraba las cortinas. Me recostó, yo dejé que me desnudara. Con listones de seda ató mis manos a la cabecera de la cama. Mi piel se erizó cuando cubrió mis ojos con una pañoleta; estaba a punto del estallido. Ninguna de las dos había hablado pero escuché sonidos que anunciaban algún preparativo, luego hubo silencio. Después…después lo único que pasó fue el tiempo.
Cuando los nudos cedieron pude al fin liberarme, pero ella ya no estaba. Se había llevado puesta mi ropa, mi mochila con mi pasaporte, los boletos de regreso. Enmarcada en la pared estaba la licencia que autorizaba el ejercicio legal de la prostitución. Mi cara sonriente destacaba en el carnet, mi nombre era Annelien. Descorrí las cortinas. Observé con atención por si aparecía mi doble, sin éxito. Entre tanto, mi desnudez comenzó un alboroto entre la clientela. Un hombre rubio, guapísimo, tocó el timbre. No me pude negar. Después siguió un negro alto, luego un calvito muy simpático. En tres horas había ganado trescientos euros, el timbre seguía sonando. Días después, cuando la demanda bajó un poco tuve un tiempo libre. Llamé a mi antiguo trabajo para preguntar por mí. Me dijeron que estaba ocupada, que no podía atenderme. La señorita Liviere regresó recientemente de un largo viaje, tiene muchos pendientes, agregaron.
©Rafael Ortiz Ornelas. Tinta china sobre papel.
¿Y ahora? Pues realmente nunca tuve un plan para cuando encontrara a mi doble. Además esta nueva vida tampoco me sabe mal. Es por mucho mejor que la que tenía allá, sobre todo por los ingresos y la variedad. No pienso en un posible regreso. Las vitrinas en el distrito de las luces rojas son muy codiciadas, si me ausento seguro perdería la mía. Quizás espere a que un día vuelva Liviere y por fin tengamos esa conversación con el alma. Todos los días examino a la gente detrás del cristal, pero entre esos rostros lascivos coloreados de neones rojos no espero verla pronto. La conozco tanto como a mí; yo no volvería en un largo tiempo.

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